lunes, 21 de mayo de 2007

LA PERSONERIA EN EL FUERO FEDERAL
El presente es un comentario a un caso donde el querellante litigó con un poder especial firmado por el Secretario del Juzgado Federal. Apelado el auto que disponía el archivo de la querella, la Cámara de Rosario consideró inadmisible tal apelación dado que no se cumplía con el requisito de personería, por no encontrarse plasmado el mandato mediante escritura pública, con un voto en disidencia.
Dice la Cámara que la impugnación fue interpuesta por quién carecía de derecho a recurrir. Para fundar tal aserto, advierte que el poder que acompaña el apelante fue otorgado ante el Secretario del juzgado, quién –según los preopinantes- no se encuentra facultado para ello.
Afirman los dos Camaristas que suscriben el primer voto (que consideramos erróneo) que el mandato debe instrumentarse por “escritura pública”, conforme lo dispuesto por el art. 1184, inc. 7, del C.C. Consideran además que la adhesión del Sr. Fiscal General de segunda instancia a la apelación interpuesta, si bien reviste la calidad de recurso autónomo, se encuentra sujeto al primogénito en cuanto a la eventual declaración de su inadmisibilidad formal. Por último, califica al recurso denegado de “inexistente”.
Hacemos el siguiente análisis sobre el caso, separando argumentaciones.

MANDATARIO ESPECIAL.
Textualmente el art. 83 del código adjetivo prevé, para constituirse como parte querellante, la presentación personal del interesado o por medio de “… mandatario especial que agregará el poder, con asistencia letrada”, más nada especifica en cuanto a la forma de instrumentación de dicha representación.
El mandato es una figura prevista en la ley sustantiva con resonancia en la ley adjetiva. La escritura pública es la forma material de instrumentar la manifestación de voluntad del mandante.
Como figura genérica, es un contrato que, en principio, no está sujeto a formalidades de ninguna especie. Por excepción, cuando el objeto del contrato se refiera a la representación en juicio, la ley procesal exige ciertas formalidades a los efectos de lograr los fines del proceso, por cuanto la identidad de los involucrados y el objeto del acto debe apreciarse indubitable.
Ahora bien, como poder no delegado a la Nación, corresponde a los Estados locales y autónomos regular –con prioridad- los requisitos exigidos para el cumplimiento del mentado objetivo. Este aseveración encuentra fundamento en lo dispuesto por Vélez Sársfield en el art. 1870, inciso 6º, del C.C., al establecer que las normas del mandato son subsidiarias a las de las procuraciones judiciales, en la medida que no se opongan a las específicas de los Códigos Procesales (Cfr. Jorge Mosset Iturraspe, “Mandatos”, Ed. Rubinzal – Culzoni, Santa Fe 1996, pág. 238).
Como arriba afirmáramos, el mandato, en principio, no está sujeto a formalidad alguna (art. 1873 C.C.). Ahora bien, indudable es que teniendo en mira la legalidad y utilidad del proceso judicial, no puede carecer de tal formalidad el mandato destinado a la representación litigiosa. Por tal motivo el legislador prescribió la fórmula legal para tal clase de mandato. En definitiva, lo que Vélez quiso plasmar en la norma es la necesidad de que la representación procesal quede revestida de fe pública, a los fines de resultar incuestionable por cualquiera de las partes, aún por el otorgante.
Entonces, no existe ninguna norma positiva en el ámbito que nos ocupa que exija –indefectiblemente- la instrumentación material mediante escritura pública del mandato para estar en juicio.
No es correcto igualar “poder especial” a “escritura pública”, dado que quién así procede comete lo que en lógica se llama “falsa sinominia”. En efecto, y como venimos señalando, no son la misma cosa, no son sinónimos, y ambas expresiones, como elementos del mundo jurídico, provienen de dos ordenamientos disímiles que deben ser racionalmente diferenciados.
Insistimos, a riesgo de ser reiterativos, el C.P.P.N. es una ley adjetiva, de procedimiento, surgida del poder no delegado por los Estados autónomos al gobierno central; mientras que el art. 1184 C.C. es integrante de una norma sustantiva, de fondo. Esta correlación ya esta prevista por el mismo Vélez (ver supra), por lo que la referencia a la forma de plasmar el poder especial mediante escritura es, como se señaló, subsidiaria.

FUNCIONES FEDATARIAS DEL SECRETARIO DEL JUZGADO.
La ley procesal no requiere, sine qua non, la formalidad de plasmar en escritura pública el poder especial, por lo que se torna aplicable el principio ubi lex non distinguit... Lo contrario equivaldría a afirmar el absurdo de que el único depositario de la fe pública en la competencia federal son los escribanos.
Lo que se requiere es que el acto mediante el cual una persona –mandante- expresa su voluntad de otorgar facultades a un tercero –mandatario- para que ejerza su representación en determinados actos jurídicos se encuentre efectiva y fidedignamente plasmado en un instrumento que resulte incontrovertible. Tal es lo que acontece con los instrumentos públicos. Para ello se otorga la calidad de depositario de la fe pública a determinados funcionarios, que certifican la identidad y el objeto del acto jurídico otorgado. Por ello, repetimos, no solo los escribanos públicos tienen tal potestad. Nuestro Máximo Tribunal así lo ha receptado:

“…no es necesario otorgar poder especial ante escribano público pues las actas o resoluciones de funcionario público revisten también el carácter de instrumentos públicos” (Cfr. Fallos II-223, extraído de Guillermo Navarro, “La Querella”, 2da. Edición, Pensamiento Jurídico Editora, Bs. As. 1985, pág. 140).

El precedente citado es lógicamente atinado. Que los Secretarios de los Juzgados son funcionarios fedatarios no admite hesitación alguna. Por el contrario, son funcionarios del Poder Judicial en los que se ha impuesto la fe pública por antonomasia. Huelga decir que las actas hechas por funcionarios públicos son instrumentos públicos (art. 979 inc. 4º C.C.). A mayor abundamiento, cabe recordar que la jurisprudencia ha resuelto que la certificación de una copia por parte del Secretario es Instrumento Público (Cfr. CNCiv. Sala C, 1980/08/29, ED 90-770). Innecesario resulta decir que como tal el Instrumento Público hace plena fe de los hechos o actos jurídicos no solo entre las partes sino también ante terceros.
Las múltiples normas existentes en la ley ritual no hacen mas que confirmarlo. Un preclaro ejemplo lo obtenemos de la suscripción actuarial de las actas de aceptación de cargos por parte de los peritos. Estos auxiliares son extraños al proceso, logrando su incorporación válida mediante la manifestación de voluntad de aceptar el cargo para el que son designados, que legaliza –justamente- el Secretario; amén de la certificación de copias, la refrendación de firmas de los jueces o la autorización de actos pasados ante su presencia, precedidos del vocablo “ante mi”, según lo dispone el art. 121 C.P.P.N.
Tampoco debe dejar de mencionarse la suscripción como órgano fedatario por parte del Secretario de poderes para cuestiones laborales y provisionales. La competencia funcional no puede ser fraccionada de modo que éste funcionario certifique o de fe sobre algunas cuestiones y las otras no. Tal interpretación sería francamente violatoria al principio lógico de no contradicción. Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Sobre el particular corresponde citar a García Maynez, cuando afirma:

“Si la conducta que el derecho regula no puede hallarse, a la vez, prohibida y permitida, y dos normas de un ordenamiento jurídico vedan y permiten, respectivamente, a los mismo sujetos, un mismo proceder, en condiciones iguales de espacio y tiempo, su aplicación simultánea es imposible y, por tanto, no pueden tener validez las dos.” (Autor citado, “Lógica del raciocinio jurídico”, Ed. F.C.E., México 1964, pág. 102).

Este principio tiene su enunciado práctico en el adagio de que no se puede afirmar y negar juntamente un misma cosa de un mismo sujeto. Va de suyo que la imposibilidad lógica se encuentra basada en la imposibilidad ontológica. (Cfr. Olsen Ghirardi, “Lógica del Proceso Judicial”, Ed. Lerner, Córdoba 1992, pág. 122). Por ello, cabe afirmar que el Secretario, siempre posee facultad fedataria.
Recordemos, a mayor abundamiento, que la ley 1893 de Organización de los Tribunales de Capital Federal, aún vigente, contenía en su art. 163 la palabra “escribanos”, y fue suprimida en razón de que luego se requirió para la función allí prevista el título de abogado (en aquel entonces se exigían mayores estudios para el título de abogado) siendo reemplazada por la voz “secretario,” lo cual abona nuestra tesitura.
Si se afirmara –irrazonablemente- que los Secretarios de Juzgado, como “órgano” judicial, no tienen facultades fedatarias, se tornarían nulos entonces todos los procesos de todo del país donde hayan actuado en calidad de tales, lo que, huelga decirlo, equivaldría a un claro aniquilamiento de la Seguridad Jurídica.
Este principio demanda, necesariamente, la superación del juicio de razonabilidad en la interpretación de las normas jurídicas, ya sean generales (las leyes) o individuales (las sentencias). William Rogers expresa con acertado criterio:

“… la seguridad jurídica se refiere a una variedad de caracteres de los modernos y eficientes sistemas legales occidentales, que comprende:… La existencia de razonabilidad, racionalidad y coherencia en la ley, y la ausencia de arbitrariedad en el proceso de formación de las leyes, en las sentencias o en la coercibilidad de las normas” ( William D. Rogers y Paolo Wright - Carozza, “La Corte Suprema de Justicia y la seguridad jurídica”, Ed. Ábaco, Bs. As. 1995, págs. 32 a 36 y 83 a 84).

Asimismo, el Principio de Seguridad Jurídica mereció expreso reconocimiento en un señero fallo de la Corte Suprema de Justicia santafesina, en los siguientes términos:

“El principio de seguridad jurídica tiene en nuestro ordenamiento, jerarquía constitucional conforme a pacífica doctrina judicial elaborada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El mismo constituye una de las bases fundamentales de sustentación de nuestro ordenamiento y cuya tutela innegablemente compete a los Jueces... (Corte Suprema de Justicia de Santa Fe, in re: “Bachetta, Marcelo Luis Darío y otro c/ Municipalidad de Reconquista”, Recurso de Inconstitucionalidad, 13/11/96, Zeus, revista del 5 de enero de 1998, Del voto del Dr. Ulla).

Entonces, la exigencia de escritura pública para actuar en la competencia federal deviene injustificada también por esta vía.

EXCESO RITUAL MANIFIESTO.
Los jueces son “órganos” del Estado y en su función les incumbe, primordialmente, la solución dirimente de conflictos. En el ejercicio de su Ministerio, son custodios de la actividad procesal, para lo cual las diferentes leyes adjetivas les acuerdan la facultad de dirigir el proceso, ejecutar las resoluciones e, incluso, instruirlo oficiosamente en determinados casos. La desviación en la función procesal, violando el límite marcado por el respeto de los fines del proceso, configura ejercicio irrazonable de las funciones estatales que se traduce, en este caso en particular –adelantamos- como un excesivo rigorismo formal, que amén de injustificado, es inexacto en su faz literal.
La correcta administración del oficio jurisdiccional exige el desapego de ritualismos estériles. Por ello se debe evitar cualquier exceso formalista que convierta a los requisitos procedimentales en pétreos óbices impeditivos de la tutela judicial efectiva.
Su razón de ser se encuentra en que la finalidad de la actividad jurisdiccional no puede ser considerada de modo estático, sino contemplada dinámicamente para dar cabida a los fines explícitos e implícitos contenidos en el ordenamiento. (Cfr. Juan Carlos Cassagne, "Derecho Administrativo", T. II, Ed. Abeledo-Perrot, p. 251). Las garantías de la jurisdicción previstas en la Carta Magna demandan que sus grandes objetivos plasmados en su articulado, expresa o implícitamente sean logrados no solo mediante el resguardo de la legalidad formal, sino también con observancia de la dikelogía normativa. La primera nunca puede ir en desmedro de la segunda. Esta irregularidad la ha destacado reiteradamente la jurisprudencia, porque desnaturaliza la Administración de Justicia y daña –también- a los propios justiciables por el ejercicio antifuncional e irracional de la jurisdicción.
En efecto, el ritual arbitrario como una alteración en el procedimiento de producción de la “norma individual” (Kelsen), es precisamente el antecedente que condiciona dicha producción de la que en realidad se desnaturaliza originando un desmadre axiológico.
En ese contexto, las formas procesales deben vincularse con la materialización de los fines enunciados, en cuanto constituyen la garantía del logro de los mismos. (Cfr. J. R. Podetti, "Teoría y técnica del proceso civil y trilogía estructural de la ciencia del proceso civil", Ed. Ediar Bs. As. 1963, págs. 406/407).
El juez debe ser técnico, pero también mas que un técnico, para que con sus decisiones se imponga la Justicia. Sin técnica jurídica no hay buen juez ni justicia; pero un exceso de ella acarrea una marcada injusticia que paradójicamente queda aniquilada por el propio instrumento diseñado para producirla.
El rito procesal no es un fin en si mismo, por lo que no se puede desconocer su realidad ontológica consistente en ordenar lógica y concatenadamente el proceso para garantizar su fin. Desvirtuar su naturaleza equivale a otorgarle el carácter de "conjunto de solemnidades dogmáticas” desprovisto o carente de finalidad.
Se ha definido al exceso ritual manifiesto como elemento que surge de una sentencia –arbitraria- por haber renunciado en forma consciente a la verdad jurídica objetiva, por apego al texto literal de las normas procesales. El giro "renuncia consciente a la verdad jurídica objetiva", no sólo es un carácter distintivo sino que es además- parte constitutiva del excesivo rigorismo formal. Ella es “una manifestación de la conducción ritualista del proceso, que concluye con un acto inválido, en cuanto la sentencia resulta un objeto deficientemente construido.” (Pedro Bertolino, “La Verdad Jurídica Objetiva”, Ed. Depalma, Bs. As. 1990, pág. 67).
El desconocimiento de la verdad conlleva la frustración del derecho, vulnerando el servicio de justicia que es su consecuencia. Nuestro Supremo Tribunal ha señalado:

“Los pronunciamientos que por un exceso ritual manifiesto ocultan la verdad jurídica objetiva, vulneran la exigencia del adecuado servicio de la justicia que garantiza el art. 18 de la Constitución Nacional." (C.S.J.N., Fallos, T. 294, p. 392, en "Digesto de los Fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación", Tomo 15, p. 140).

Por ello, reiteramos, la “aplicación mecánica, automática y recurrente” a los mecanismos rituales implica un daño a la Administración de Justicia en cuanto frustra la aplicación del derecho por observancia de excesivos ritualismos hueros de contenido. (Cfr. C.S.J.N., Fallos, 238:550 in re "Colalillo Domingo v. Cía de Seguros España y Río de la Plata"). Volvemos a citar a la Corte Suprema de Justicia:

“Corresponde dejar sin efecto el pronunciamiento que declaró desierto un recurso de apelación, por evidenciar un excesivo rigor formal, habida cuenta que la cámara debió haber hecho mérito de quien había firmado la expresión de agravios e invocado la condición de letrado patrocinante era, en realidad, apoderado lo cual la debió llevar a considerar el recurso correctamente presentado no obstante el error material incurrido. (C.S.J.N., Fallos 314: 629, in re "Galmos SA v. Parking náutico SA", 18 de junio de 1991).

Vemos como nuestro Máximo Tribunal hace efectivo el principio pro actione, que tiene como eje cardinal impedir que se aniquile la acción procesal si no es en base a un motivo legal expresamente previsto en el ordenamiento ritual y, además -ineludiblemente- razonablemente aplicado. La exigencia de proporcionalidad entre el seudo incumplimiento de los requisitos procesales y las sanciones impuestas hace a la garantía de la tutela judicial efectiva y al principio de racionalidad de los actos de gobierno.
Carlos Camps enseña que: “A la forma procesal, que posee un sentido teleológico, finalista, se le opone la “fórmula” procesal que posee un valor burocrático por sí mismo, independiente de su finalidad…” (Autor cit., "Verdad y arbitrariedad", en la obra colectiva "La Prueba", Ed. Platense, La Plata 1996, págs. 316-317).
Innecesario resulta señalar cual parte de esta dicotomía merece un juicio de disvalor. Ese mismo juicio de disvalor se corporiza en la resolución impugnada.

TUTELA JUDICIAL EFECTIVA.
Tutela judicial efectiva significa que la actuación del órgano jurisdiccional frente al conflicto procesal planteado debe tener la suficiente virtualidad jurídica para que los derechos del justiciable sean efectivamente protegidos, garantizados y satisfechos. La vigencia de una tutela judicial efectiva margina toda actividad judicial meramente ritualista y tiende a la plena vigencia de los derechos subjetivos.
Las garantías son los instrumentos jurídicos que se hacen valer por ante el Poder Judicial para hacer efectivo el reconocimiento de los derechos conculcados. Por ello ha dicho magistralmente Hart que "Los derechos no valen sino lo que valen sus garantías".
Las garantías son remedios jurisdiccionales por los cuales la persona que está afectada en su derecho puede exigir la efectiva tutela del mismo. Cuando ello no acontece el proclamado y sedicente "derecho" se convierte en una abstracción metafísica desprovista de contenido jurídico y fiel arquetipo de la burocracia estatal.
El derecho a la tutela jurisdiccional (deber prestacional) constituye un derecho fundamental de raigambre constitucional que opera como principio general del derecho por constituir la base misma del ordenamiento. Por ello debe el Magistrado realizar su labor de intérprete frente a las variadas –e imprevistas- situaciones que se le presenten, adoptando y “privilegiando la hermenéutica que mejor satisfaga el dispositivo de marras para así garantizar, en definitiva, el proceso justo constitucional" (Francisco A. Hankovits, "Nociones generales sobre el acceso a la justicia” en "Irradiaciones de la Constitución", coordinado por Augusto Morello, J.A. 2002-II-1177, supl. del 5/6/2002, pág. 31).
El ejercicio de la principal facultad de juris-dictio no sólo puede denegarse por comisión, sino también por omisión. Si el órgano jurisdiccional deja de actuar y declina el ejercicio de una potestad (poder-deber) que el ordenamiento le impone, incumple con ello y sin más el fin público al que debería servir. Toda vez que el funcionario actúa con una finalidad (expresa o implícita) distinta de la perseguida por la ley, incurre en esta conducta antijurídica viciosa por ese solo hecho. Expresa Gordillo:

Son casos de desviación de poder aquellos en que el funcionario actúa con una finalidad personal, o bien de beneficiar a un tercero o grupo de terceros, o ya de favorecer a la propia administración cuando actúa con espíritu estatista o fiscalista.” (Agustín A. Gordillo, "Tratado de Derecho Administrativo", Vol. 3, T. IX, 1979, pág. 22 y ss.)

Eludir el decisorio mediante la articulación de una norma que no dice lo que se pretende que diga, obligando a esta parte a recurrir a la instancia extraordinaria conlleva una sistemática negación a la prestación jurisdiccional y deja en la mera declamación la garantía de la tutela judicial efectiva.

ACLARACIÓN:
Posteriormente la Cámara de Casación revocó el decisorio impugnado en fallo unánime.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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